Vivo en el hermoso pueblo de Morcín, cerca de Asturias. Este acogedor rincón alberga apenas a unos 3,000 habitantes, y a mis 25 años, puedo decir con orgullo que este lugar es mi hogar.
Morcín es un pueblo lleno de encanto y tradiciones arraigadas. Las calles empedradas, las casas de tejados de pizarra y las plazas adornadas con flores crean un escenario pintoresco en cada esquina. Mi familia ha vivido aquí por generaciones, y esa historia me hace sentir parte de algo más grande.
Las tardes de verano en Morcín son mágicas. Nos congregamos en la plaza del pueblo para disfrutar de las festividades locales. Las verbenas, las canciones folclóricas y los trajes típicos nos transportan a un mundo de alegría y camaradería. Observo a los mayores compartiendo sus sabidurías, y a los más jóvenes, emocionados por aprender las danzas tradicionales.
La naturaleza que nos rodea es un tesoro. Los senderos de montaña, las verdes praderas y el murmullo del río nos invitan a explorar cada fin de semana. Aquí, en medio de la tranquilidad, encuentro paz y renovación, lejos del ajetreo de la vida moderna.
Los inviernos en Morcín tienen su propia magia. Cuando la nieve cubre las calles, nos refugiamos alrededor de la chimenea. Historias de antaño llenan el aire, y el viento aúlla afuera, creando un ambiente cálido y acogedor.
A pesar de mis sueños de viajar y explorar, mi corazón siempre me lleva de regreso a Morcín. Aquí, en este lugar donde la vida transcurre con tranquilidad y donde las tradiciones nos conectan con nuestro pasado, encuentro un refugio de autenticidad. Cada día en Morcín es una lección de aprecio por las pequeñas cosas, una oportunidad para aprender de las tradiciones y una confirmación de que, a pesar de las distancias, siempre vuelvo a mi amado pueblo, donde mi historia, mi familia y mi amor por la naturaleza se entrelazan de manera única.
Ana